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Cuatro poemas de AE Quintero.

Conciencia colectiva y armonía, precedida de un abanico de infiernos, una poesía profunda e intensa de la observación cotidiana.

El poeta AE Quintero, (Culiacán Sinaloa, 1969)  se da a la labor de pronunciar los pensamos breves  del transcurrir del día, pensamientos que a veces pasan tan breve y fugazmente que nunca podemos rescatar. Desde la profunda fulguración de un soliloquio interno, esa luz pequeñísima del destello del día que arde en el alma, ese avión de papel que planeó por nuestros pensamientos dibujando una trayectoria imprecisa, surge.

 

Conciencia colectiva y armonía, precedida de un abanico de infiernos, una poesía profunda e intensa  de la observación cotidiana. Y es tan difícil de amordazar al momento y los sentimientos que nos ocurren, como es difícil definir el trayecto de la pluma mientras cae, pero la poesía de AE Quintero nos da, a primer instancia, una suerte de revelación aún más profunda todavía, sus hallazgos marcan equivalencias y realidades alternativas, y van más allá del momento en sí mismo, volviéndose una conversación abierta con el tiempo y  las circunstancias.

 

Una poesía que sin duda, establece un diálogo con la mejor poesía internacional escrita en estos momentos.

 

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CUA

 

 

 

*

El exprimidor de naranjas dejó de funcionar.

Eso pasa.

Las cosas sin importancia 

buscan su turno, se dan su importancia

así, no sirviendo,

dejándonos incompletos, ausentándose

    en el justo momento.

Y a mí

todo lo que es ausencia, ausentarse,

me rompe los vidrios. Ejerce una poderosa denotación

casi como el que se tira al piso al escuchar el bombardeo,

    una balacera.

 

Lo mismo hizo el sacacorchos.

No estuvo. Tal vez nunca compré uno.

Y el rayador, y el abrelatas

que nunca pensó hacerme tanta falta

me hizo salir al centro comercial

a buscarlo. Como una esposa cuando se enoja

y hay que ir por ella a casa de los suegros, o a buscarla

    con la vecina.

 

No sé por qué me afectan tanto las cosas 

que dejan de funcionar, que se ausentan.

A veces he pensado en comprar dos cosas de lo mismo.

Pero no sé si yo pueda 

en lo futuro

con dos ausencias.

 

 

 

 

 

 

 

 

*

LA palabra joto

siempre logra que un niño se esconda

y salga de sus ojos disfrazado. Y salga

menos joto. Cuidando los ojos

y lo que miran los ojos.

Imitando, aprendiendo,

militarizando el vuelo de las manos:

su certeza de pájaros navieros

sobre el mundo que queda, que se hace olas.

 

El golpe en la nuca

que papá asentaba para evitar mis pies sobre las aguas,

para hacerme rudo,

para que la vergüenza fuera una enorme palabra

sin romperse. Y sin romperlo.

 

El miedo no es una escena única,

un vocablo aislado,

una sola cosa. O una sombra que pasa.

El miedo

es una escuela con muchos niños.

Un patio de recreo.

Una persona que no quiere ser persona

y se queda en el salón de clase

escondiendo

un ratón blanco en el bolsillo del suéter, o en las mangas

    del suéter.

 

El miedo

es ir con mamá al supermercado

y que alguien te descubra, te imite, te arremede, camine como tú:

se vaya volando

como volaría un loco en los pasillos de un psiquiátrico.

 

Que le abran los ojos a mamá

como una niña se los abriría a la abuela que finge dormir,

y me viera;

eso es el miedo.

Que tus hermanas descubran

que en la secundaria

te gritan colores rosas cuando pasas cerca.

 

La palabra joto

es un niño que siempre alguien está por descubrir

y tiene miedo. Y solo un ratón caminando

por las mangas del suéter.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

Hoy me he quedado
haciéndole compañía al refrigerador.
Escuchando
el trabajo que le cuesta
funcionar, cumplir,
estar al día
con sus frías labores, con sus tareas congeladas.
Lo que se espera pues
de un refrigerador de cocina.

Y literalmente
tomé una silla y me puse en ella
a su lado. Y ahí estuvimos.
Quejándonos. Oyéndonos mutuamente funcionar,
respirar.
Pensando en las cosas que deben congelarse
para que el mundo siga. En nuestras cosas,
supongo. En la vida
mecánica o no, eléctrica o no. Programada.
Lineal, independientemente de la curva, o el zigzag,
que marca, en el monitor de pulso, el pulso.

Y ahí estuvimos
prestándonos dos horas de nuestro tiempo.
Sin conclusión alguna
respecto a nuestra última estancia
por seguir;
eso que es congelar lo que se lleva dentro.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

*

¿Y qué si el chico
ocupa la moneda para droga?

¿Y qué
si la emplea para comprar un cigarro suelto
o para estopa?

¿A ti, qué? ¿En qué te ensucian sus versiones de irse,
sus maneras de evitarse,
el transporte colectivo

en el que sueña no estar rumbo a su cuarto de cemento?

¿A ti qué
si ocupa esa moneda para no ver a su padre
cuando llega a verlo?

Si la gasta en comprarse
invisibilidad o se emborracha
antes, ¿a ti qué?
¿Le vas a dar trabajo?
¿Le vas a borrar de los ojos los ojos de su madre?
¿Le vas a cambiar los huesos
para que duerma más cómodo en las calles?

¿O sólo le vas a hablar de la multiplicación de los panes,
y las ventajas de llevar una cruz al cuello?

¿Tú cómo te evitas? ¿Cómo evades tanta conciencia?

¡Coño, dale la moneda y ya!

 

 

 

 

 

 

 

 

[Alfredo E. Quintero] Nació en Culiacán, Sinaloa, el 8 de agosto de 1969. Poeta. Estudió lengua y literaturas hispánicas en la FFyL de la UNAM. Cursó la maestría en teoría literaria en la UAM-I. Estudió el doctorado en Teoría de la Lite­ratura en la Universidad Autónoma Metropolitana. Colaborador de Casa del Tiempo, El Cocodrilo Poeta, Excélsior, La Jornada, Periódico de Poesía, Plural, y Revista Universidad de México. Premio Nacional de Poesía Enriqueta Ochoa 1996. Fue finalista del Premio Internacional de Poesía Fundación Loewe en 2007 y del Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma en 2010. Obtuvo el Premio Bellas Artes de Poesía Aguascalientes 2011 por Cuenta regresiva.

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